A menudo, la muerte de una figura pública tiende a revestir su historia con una pátina de respetabilidad y nostalgia. El caso de Mujica no es la excepción. La imagen del anciano sabio, humilde y bondadoso, celebrada internacionalmente, ha sido construida más por la propaganda y el marketing político que por un análisis serio de su trayectoria. Detrás de esa figura entrañable que tantos defienden se esconde un legado plagado de contradicciones, irresponsabilidad y una retórica populista que ha seducido a muchos pero que, al someterse a la razón, se desmorona.
Mujica fue miembro fundador del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una organización guerrillera que sembró el caos en Uruguay durante los años 60 y 70. Nunca asumió plenamente la responsabilidad por los actos de violencia que se cometieron bajo esa bandera. En 2007, expresó un tímido arrepentimiento por haber tomado las armas, pero solo un año después se retractó, justificando sus acciones con evasivas que rozaban el cinismo. Esta ambivalencia revela una distancia preocupante entre sus palabras y los principios democráticos que luego decía defender.
No fue un episodio aislado. En 1994, durante los disturbios conocidos como la “Masacre del Filtro”, Mujica alentó protestas violentas contra la extradición de miembros de ETA, lo que derivó en un muerto y más de cien heridos. Su papel en ese evento, lejos de representar un gesto de solidaridad, fue una provocación irresponsable. En 2008, incluso fue investigado por un supuesto complot con explosivos vinculado a aquellos hechos. Aunque no se presentaron cargos, su cercanía a ese tipo de acciones arroja serias dudas sobre su verdadero compromiso con el Estado de derecho.
A lo largo de su carrera política, Mujica mantuvo una preocupante afinidad con regímenes autoritarios y líderes corruptos. En 2009, informes periodísticos señalaron que su campaña presidencial habría recibido financiamiento del gobierno de los Kirchner en Argentina, un escándalo que nunca fue aclarado satisfactoriamente. Su silencio ante las múltiples denuncias de corrupción que pesan sobre Cristina Fernández de Kirchner, a quien solo criticó tardíamente por cuestiones menores, habla más de lealtades ideológicas que de principios éticos. En México, mostró simpatía por líderes populistas de izquierda, sin emitir juicios críticos ante sus prácticas autoritarias o clientelares, consolidando su papel como un apologista de un modelo político que ha generado más inestabilidad que progreso.
Uno de los momentos más emblemáticos y también más cuestionables de su presidencia fue la legalización de la marihuana en 2012. Presentada como una política innovadora y progresista, esta medida reguló un mercado millonario sin prever sus consecuencias sociales. En una región azotada por el narcotráfico, la apuesta de Mujica fue, como mínimo, ingenua. Como máximo, fue un acto de populismo disfrazado de valentía política. La falta de un plan integral para acompañar la implementación de esta ley, especialmente en lo que respecta a prevención y educación, demuestra una visión simplista que buscaba más titulares internacionales que soluciones sostenibles.
Parte fundamental de la narrativa que rodea a Mujica es su estilo de vida austero: la chacra modesta, el viejo Volkswagen (ya saben de dónde sacó ya saben quién la idea del Tsuru), la donación de parte de su salario. Esta imagen, sin duda efectiva, funcionó como un poderoso instrumento de marketing personal. Sin embargo, sus decisiones políticas y sus declaraciones muchas veces desentonaron con la humildad que predicaba. Sus discursos, por momentos incendiarios, eran más proclives a la provocación que al diálogo. Llamó “hijo de puta” a Vladimir Putin en 2024, comparó la elección de Javier Milei con el ascenso de Hitler en 2023 y calificó a la FIFA de “fascista” en defensa de Luis Suárez en 2014. Todos estos episodios apuntan a un patrón: Mujica dominaba el arte de decir lo que la gente quería oír, pero no siempre lo que necesitaba escuchar.
El legado de Mujica, entonces, es el de un líder carismático pero profundamente contradictorio. Un hombre que cultivó una imagen de sabiduría y sencillez mientras respaldaba causas y personajes cuestionables. Su vida pública fue un continuo vaivén entre la rebeldía romántica y la falta de responsabilidad institucional. La reciente idealización de su figura, impulsada por su muerte, debe ser revisada con honestidad. Uruguay y América Latina merecen líderes que representen integridad, respeto por la ley y coherencia entre el decir y el hacer. No se construyen democracias sanas glorificando a quienes, en nombre del pueblo, jugaron con el caos para implementar las ideologías más nocivas para la humanidad.
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