Hoy tomó protesta Ronald D. Johnson como nuevo embajador de Estados Unidos en México y eso no es un gesto diplomático cualquiera.
Es una señal clara: la Casa Blanca de Donald Trump, está endureciendo su postura frente al narcotráfico y la migración, y ha enviado a un veterano de inteligencia para ejecutarla.
Johnson no es un diplomático tradicional. Con casi tres décadas de servicio militar y más de 20 años en la CIA, su perfil se aleja del de un embajador de carrera y se alinea más con el de un estratega de seguridad nacional.
Su historial en El Salvador, donde trabajó de cerca con el presidente Nayib Bukele en temas de seguridad y migración, refleja un estilo directo, incluso polémico, que podría repetirse ahora en México.
Su designación, confirmada por el Senado en abril con un estrecho margen (49-46), llega en un momento en que la política exterior de EE.UU. hacia América Latina gira hacia una narrativa de control y confrontación.
Durante su audiencia de confirmación, Johnson no descartó el uso de acciones militares unilaterales contra los cárteles si México no coopera. Aunque dijo preferir el trabajo conjunto, sus palabras no dejaron dudas sobre el endurecimiento de la estrategia.
Este cambio preocupa a muchos. La posibilidad de que Estados Unidos impulse una política más agresiva en territorio mexicano, ya sea con sanciones, operativos encubiertos o incluso presión militar, puede tensar aún más una relación bilateral que depende de la confianza.
Sin embargo, también responde a una percepción creciente en Washington: que la violencia del narcotráfico y el tráfico de fentanilo representan una amenaza directa a la seguridad nacional estadounidense.
La experiencia de Johnson en El Salvador mostró un patrón: priorizar resultados inmediatos en seguridad por encima de matices diplomáticos o preocupaciones de derechos humanos. Su cercanía con Bukele, incluso en el plano personal, lo llevó a defender al mandatario en momentos críticos, lo que generó incomodidad en el Departamento de Estado.
En México, podría intentar establecer una dinámica similar con el gobierno de Claudia Sheinbaum, aunque el contexto político y las instituciones mexicanas son mucho más complejos.
La gran incógnita es si este “enfoque de mano dura” servirá para reducir la influencia de los cárteles o solo incrementará la tensión. Lo cierto es que, con Johnson al frente, la embajada estadounidense en México deja de ser una oficina diplomática convencional para convertirse en un puesto de avanzada de la estrategia de seguridad de Trump en América Latina.
En este escenario, México debe prepararse para una relación más exigente, donde los intereses de seguridad dominarán la agenda bilateral. Y, quizás, para un tipo de diplomacia donde la cooperación no será una opción, sino una condición impuesta desde el norte.
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